Claudia Fonseca Sosa
El 9 de agosto de 1945, a solo 72 horas de la masacre de Hiroshima, Estados Unidos volvió a lanzar sobre Japón una bomba nuclear.
El entonces presidente estadounidense, Harry Truman, había anunciado a la nación asiática que si no acataban los términos de la Declaración de Potsdam y se rendían, EE.UU. tomaría medidas radicales: “Si no aceptan nuestros términos, pueden esperar una lluvia de ruina desde el aire, algo nunca visto hasta ahora sobre esta tierra”.
Y Truman cumplió su promesa. A las 11:02 (hora local) un destello cegador anunciaba a los habitantes de Nagasaki que habían sido elegidos como campo de prueba para el que en 1945 era el último invento de la tecnología belicista.
Lanzada desde un bombardero estadounidense B-29, la bomba de plutonio apodada “Fat Man” (Hombre gordo, en su traducción al español) estalló a unos 500 metros de altura sobre esa infortunada ciudad, provocando la muerte inmediata de unas 40 mil personas, cifra que se duplicó en unos pocos meses a causa de los efectos de la radiación, las heridas incurables y las nuevas enfermedades.
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Fue la culminación del ultrasecreto y millonario Proyecto Manhattan, cuyo objetivo era el desarrollo de la bomba atómica antes que la Alemania nazi.
Nada justificaba el empleo de un arma de tales características en Nagasaki, habiendo comprobado por vez primera la realidad de sus efectos en Hiroshima, donde ya habían muerto 140 mil personas por la explosión de la bomba denominada “Little Boy” (Niño pequeño).
Según la historiografía, “Fat Man” estaba destinada a destruir la ciudad de Kokura, cuyos habitantes no pudieron valorar ese día la enorme suerte que tuvieron.
El B-29 portador del cataclismo atómico voló esa mañana sobre Kokura durante largos minutos, sin que sus tripulantes lograran ver el objetivo sobre el que debían descargar el arma, por inclemencias del clima. Entonces el comandante decidió dirigirse al objetivo alternativo: Nagasaki.
Con la explosión, que generó una temperatura estimada de 3 900 grados Celsius y vientos de 1 005 km/h, la mitad de la ciudad —que albergaba uno de los puertos más grandes en la parte sur de Japón, de gran importancia durante la guerra por su actividad industrial— quedó arrasada en unos instantes.
“Aquel rayo cayó y quemó todo de forma instantánea. No quedaron ni los cadáveres de mis padres… No entendíamos qué había sucedido, porque nadie conocía lo que era una bomba atómica”, cuenta Shoji Mukai, quien en el momento de la explosión solo tenía 17 años de edad.
Un día como hoy, hace ya 69 años, EE.UU. cometió un crimen contra la humanidad.
Las vidas segadas por el ensayo estadounidense no fueron suficientes para detener la carrera atómica en la que se ha sumido la humanidad. Desde entonces no solo han aumentado el número de países que poseen armas nucleares, sino que también crece el interés por desarrollar aún más estas mortíferas tecnologías.
Paradójicamente, la desaparición del mundo bipolar no acabó con el peligro de confrontación nuclear. No permitamos que Hiroshima y Nagasaki se vuelvan a repetir.


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