The new york times, 20 de octubre de 2012
Por Ana Hebra Flaster ( Ana Hebra Flaster es una escritora que trabaja en las memorias sobre el viaje de su familia desde Cuba a New England.)
Le mentí a mi padre, le dije que estábamos en Cape Cod cuando, en realidad, andábamos campantes por las calles desbaratadas de La Habana en el Chevrolet Deluxe del ‘53 de nuestro amigo José, con un motor nuevo de Toyota, pero sin funcionar los indicadores en la pizarra. Nada es fácil cuando se trata de Cuba. No lo es la política, tampoco la locura del peso convertible e indudablemente, llegar allá. Pero como cubanoamericana que trata de contactar con las últimas ramas de nuestro árbol genealógico en La Habana, el mayor obstáculo que enfrenté fue la desaprobación de mi padre.
Mis padres, que eran de la clase trabajadora, al principio apoyaban la Revolución –mi madre hasta vendía bonos y recogía medicina para los rebeldes. Pero después del triunfo, la política se convirtió en el centro de la vida, y la nueva sociedad demandaba dosis diarias de vigilancia, denuncias y autorepresiones. Mis padres se amordazaron, solicitaron permiso para salir del país, esperaron años para eso, hasta que, en 1967, emigraron a Estados Unidos. Mi padre, que ya tiene 80 años, al igual que muchos exiliados más viejos, critica con vehemencia a los cubanoamericanos que regresan. Papi ve cada dólar, cada pastilla de jabón e impresora láser que mandamos a nuestros familiares como poder que fluye a manos de los hermanos Castro.
Cuando le dije que estaba pensando hacer un viaje a Cuba, luchó duro para disuadirme y me llamaba todos los días desde su casa en New Hampshire. “¿No te das cuenta que estás manteniendo a esos sinvergüenzas en el poder? ¡Los cubanoamericanos arrojaron 4 mil millones de dólares a esa economía el año pasado! ¡Están legitimando su represión! Después de todo lo que hicimos para sacarte, ¿ahora quieres regresar?
Lo hice. Desde que me fui con 6 años, había vuelto solo una vez, en 1999. Quería conocer a mis primos. Y ahora que la administración Obama ha aflojado algunas restricciones de viajes, quería que mi esposo y mi hijo vieran de donde vengo. Durante meses, papi y yo discutimos por teléfono, en la mesa de la cocina, cuando íbamos en el carro. Cuando la visa cubana P-11 que solicité en abril finalmente llegó en agosto, inventé una mentira para ahorrarle –y a mí misma- algo de dolor. Si papi preguntaba por nosotros, les dije a los 27 miembros de nuestra familia, que le dijeran que estábamos en Cape Cod, fuera del alcance del celular.
Volamos a La Habana en uno de los chárter que trae a cientos de miles de mis compañeros a la isla todos los años. Inmediatamente, mi prima Patricia y yo empezamos una charla de esas que duran como cinco días, así como la que tuvimos en mi último viaje. Mi esposo judío y mi hijo se mezclaron en la bulla de la casa como nativos; en cuestiones de segundos se quitaron las camisas en medio de un calor de 95 grados y siguieron a los otros hombres al portal para tomarse un cafecito y oyeron los pregones de los vendedores callejeros que traían espejuelos “¡bifocales y normales!”. Yo me quedé adentro con los niños de Patricia, frente al ventilador, mientras construía un modelo de sistema solar con Diego y cosía un vestido de princesa para Verónica. El amor a prueba de embargo estaba en el aire.
Durante nuestra última tarde, fuimos a mi antiguo barrio en las afueras de La Habana. Nunca hubo mucho que ver en Juanelo, pero ahora las casas parecían estar más inclinadas y el fino de las paredes dejaba ver los ladrillos como huesos. Pero los vecinos salieron como torrentes de sus casas y empezaron los besos. Nos contaron historias de mis abuelos, tíos y tías, de mi papá cuando jugaba pelota y mi mamá que enseñaba a los niños a leer y escribir. Las señoras mayores olían a jabón y llevaban puestas batas de casas. Aguantada de mi mano, Nena, de 90 años, le dijo a su hija que corriera a buscar las fotografías. En las fotos estaba mi familia en New Hampshire a través de los años, fotos que mi abuela, mi tía o mi mamá habían mandado años atrás.
Nena me recordó a una señora que conocí en un mercado durante mi último viaje a Cuba. Vendía collares de granos y semillas, pulseras de cáscara de coco, baratijas. Estábamos hablando cuando de repente se detuvo. “¡Tú eres de allá! ¡No nos olvidaste! Coge lo que quieras de mi mesa. Mi regalo. ¡Pero no nos olvides! Tú ves, cuando se mueran las viejas de allá y de aquí, todo se acaba”.
Por supuesto, nada va a compensar la pérdida de esa generación, pero me siento más optimista del futuro. Cuando mueran los más viejos a ambas lados del estrecho de la Florida, por ende, también, sucumbirán las pasiones amargas que coadyuvaron a más de 60 años de estancamiento entre Cuba y EE.UU. Los cubanoamericanos de mi edad son por lo general más flexibles políticamente que nuestros padres y nuestros semejantes en Cuba, a pesar de la visión que el Estado tiene de la gente como yo, que nos ve como traidores que abandonaron su país, parecen sentir curiosidad y están abiertos a nuestro regreso. Y precisamente la semana pasada, el gobierno cubano anunció que cambiaría la ley con respecto a las visas de salida, lo cual facilitará a los cubanos hacer el viaje de ida y vuelta entre la Isla y Estados Unidos de América.
No obstante, muchos de la generación de mi padre morirán esperando que su país cambie de verdad. Como sus herederos, nos encontramos ante una alternativa: concentrarnos en un ajuste de cuentas por nuestros padres o reconectarnos y reconstruir la Cuba que quisieron.
Llamé a mi padre cuando aterrizamos en Miami, con la esperanza de que las 1 300 millas entre nosotros hicieran retumbar menos la línea cuando escuchara dónde habíamos estado en realidad. En su lugar, escuché un suspiro. “Mija”, me dijo. “Gracias. De verdad… ¿A quién viste?”. La curiosidad en su voz, me limpió de culpas. Quizás no era demasiado tarde para mi padre, o para Cuba. Ahora pude compartir mis tesoros con él, las historias, las fotos, los mensajes de todos mis nuevos primos y las señoras que no nos olvidan.
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